El parque es la sala de mi casa

18.10.2016

César Jaramillo

El parque es la sala de mi casa

Las tajadas de papa flotan en el aceite hirviente y comienzan a tomar un color dorado. Es hora de sacarlas. Margarita se apura, y con un par de movimientos veloces de la espumadera metálica, las arroja a un plato hondo de plástico; de nuevo la sartén recibe otra tanda de tajadas, esta vez, de maduro. El profe se acerca y con una tapa de olla atiza las llamas y mete otro par de leños, despeja el humo espeso que se eleva hasta las ramas de los árboles e incluso llega a los adultos y niños que a pocos metros juegan parqués, dominó o ajedrez. El olor de la madera y del carbón es una señal. Pronto, los platos de icopor se llenarán con todo lo que ha salido de la sartén, comerán y reirán, escucharán historias de los primeros vecinos y los nuevos conocidos, Martha repartirá el jugo por cada mesa y se citarán para una nueva reunión.

Cerca de las tres de la tarde, el grupo comienza a nutrirse con apenas una decena de personas, y a los quince minutos poco más de veinte vecinos se congregan para pasar el rato sin prisas, bajo la luz cálida del sol que se escurre por entre las hojas de los árboles. Todos viven en Zona 30, sector del barrio Doce de Octubre, nombrado así en la década de los noventa. Las edades van de los diez a los setenta años, del uniforme para jugar fútbol al vestido de flores. Entre todos traen de las casas el aceite, los plátanos, la libra de sal, las papas y el chicharrón, y preguntan qué se necesita, si hay que recoger para otro kilo de la legumbre que falte, si hay que buscar más madera o si no aparece el bloque de ladrillo para apoyar la sartén.

Así nació el movimiento social en las comunas periféricas de Medellín: haciendo la recolecta para dar nuevos sentidos a la solidaridad. Pero eso ya lo han apuntado muchos. Esta es una comitiva, como aquellas de épocas pasadas. Se realiza los jueves, cada quince días, justo detrás de la Sede Comunal —edificio de 1995—, en el parque, al amparo de la virgen resguardada en una pequeña gruta de cemento y fragmentos de loza con la ladera empinada a sus espaldas. Algunos martes también sacan tiempo al finalizar la tarde para rezar el rosario y orar por sus familias, pedir por los que tienen menos o solicitar ayuda divina con esa causa que todos se reservan en silencio.

La iniciativa de volver a la calle para retomar espacios y llenarlos con palabras, juego y horas dedicadas únicamente a compartir, comenzó en julio con talleres de memoria colectiva. La idea fue de Martha Montoya y Francis Jaramillo, en el marco de su naciente corporación Tejiendo Territorio y Vida.

Esto es de la gente, sin un sello particular sino más bien un matiz que cada jornada arroja. Conversan antes de echar mano a las preparaciones del día. La charla versa sobre el recuerdo brumoso de las casas en una hilera ascendente, con sus fachadas idénticas, que fueron construidas por el Instituto de Crédito Territorial entre 1973 y 1974, o sobre el torneo de fútbol que arranca la otra semana en la cancha de Zona 30 con los niños y que dónde hay que inscribirlos, o sobre cómo se puede adobar el tocino para evitar el encogimiento, entre otras mañas de cocina para lograr el tostado preciso.

Es, en fin, una tertulia sin talanqueras para reconocernos como comunidad, y el tema solo debe cumplir con la norma de lo cotidiano.

Hay una belleza sutil en las pequeñas cosas, más aún si son minúsculos gestos que nos llevan a la memoria, nos permiten soñar, nos vinculan con el otro para habitar con renovado acento la ciudad y el barrio. 

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Este texto hace parte de la serie de relatos breves Mi casa es una larga historia, que busca narrar vivencias de barrio, enormes en esencia cuando los sentidos se permiten el gusto de interpretarlas. Nuestra Comuna Seis, un lugar en el tiempo con su trama y gramática particulares.

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